Still walking (2008)
Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera - Anna Karenina, Leo Tolstoi
Tengo catorce años y fallece mi abuelo. Muere, acompañado por mi abuela, solos en una terapia intensiva; nosotros, a mil setenta y un kilómetros, disfrutando del sol de la playa. No es una escena de película. No está toda su familia a su alrededor, en la cama, escuchando sus últimos deseos. El velorio es a cajón cerrado y no sé muy bien cuál es la última imagen que tengo de mi abuelo. Al día de hoy sus contornos se borran, se desfiguran; su voz es algo que creo que me inventé en un sueño.
Tengo dieciséis años y fallece la hermana de mi amiga. Vivió dos horas. O nació muerta. O algo en el medio que hizo que su permanencia en esta tierra fuese de las más finitas. Siento que mi amiga nunca vuelve a sonreír igual, que su mamá y su tristeza cuelgan sobre ella como un mandato. Ve a mi hermano y sé que se imagina su vida como hermana mayor, se pregunta por qué le tocó a ella perder lo que siempre quiso. Sé que en ella y en su madre vive el recuerdo de alguien que no tuvo ni una memoria, que no supo nada del mundo, que no pudo dejar su impronta ni forjar su camino.
Tengo veinticuatro años y veo Still walking (Aruitemo, aruitemo, 2008) de Hirokazu Kore-eda. Una familia se junta por el aniversario de la muerte de su hijo. El ahora hijo mayor, Ryo, carga con el peso de no ser todo lo que su hermano fue (o pudo haber sido, en el sueño de los padres); casado con una mujer viuda, con un hijastro, no es médico ni abogado, sino restaurador de pinturas. Su madre es diligente y cariñosa, pero trata a su nuevo nieto con distancia y un poco de resentimiento. Su padre, en cambio, le deja en claro desde el primer momento a su hijo que él no es lo que quiere: que nunca será como su hermano, que jamás podrá llenar el vacío que dejó el agua luego de llevárselo.
El agua del mar va y viene, borra los rastros de las pisadas. Y eso es lo que hace el tiempo con las personas. Los padres de Ryota confunden anécdotas entre sus hijos, atribuyéndole a Junpei, el hermano mayor, los momentos felices, mientras que a Ryo le atribuyen todo aquello que es molesto y doloroso. El agua se llevó a su hijo y ahora su madre se lamenta en su tumba preguntándose qué hizo para merecer una cosa como esta - el agua se llevó a su hijo y su padre se pregunta por qué el que murió no fue aquel que no quiso seguir los mandatos familiares.
¿Qué pasa cuando alguien muere y todo lo que queda es un yo desgastado? ¿Qué pasa cuando alguien muere y es elevado, magnificado, y uno no puede competir contra todo lo que pudo ser? Lo que pasa es que ahora Ryota vuelve a casa y en vez de decir “tadaima”, la palabra japonesa para estoy en casa, dice “konnichiwa”, una manera amable y cortés de saludar cuando llegas a la casa de un desconocido. Padres e hijo no se comprenden y no parecen tener interés de hacerlo, es como si hubiesen perdido la batalla y se hubiesen resignado a que la vida entre ellos siempre tendrá un dejo de resentimiento mutuo.
La película de Kore-eda se desarrolla en las 24hs que la familia comparte, y toda la película estás esperando que algo explote. La tensión se puede tocar, se funde en nuestras manos y las hace temblar durante las dos horas del film. Cada comentario parece que va a disparar una confrontación, una discusión, un golpe, un grito. Pero eso nunca llega. La presión se instala en nuestro pecho y parece no querer soltar nuestros pulmones.
En esta hora y cincuenta y ocho minutos, Kore-eda logra ilustrar los escombros inflamables de una familia que parece romperse cada vez más. Como en toda familia, como en toda vida, hay momentos de máxima ternura que pueden decantar en una pelea casi sin uno darse cuenta. Al final, todo siempre termina, y solo tenemos los restos de todo aquello que fue y que pudo haber sido. Termina el encuentro familiar y nos subimos al colectivo con la comida que sobró del día anterior. Y no nos damos vuelta a decir adiós.